26 de enero de 2011

De amor y guerra



La hermosa luna, la hermana de pasión, eclipsa cuando es sujetada por la mano del guerrero Oríon-Horus, siendo herida de muerte por su espada, tornándose en moribunda luna roja, luna sangrante. Tras muchos años, las diosas del amor se han unido para morir unidas por la necesidad de su propia esencia. No hay violencia, no hay crimen. Es el propio amor quien necesita convertirse en poder bélico, enfundarse en su armadura, coger su escudo y blandir espada y lanza, transformándose en guerrero, única salida para borrar viejos patrones de conducta, derribar vetustos y caducos apegos, terminando aniquilando y extinguiendo afectos y amores imposibles o moribundos transformados en lastre o egrégor psíquico capaz de chupar todo el aliento vital de quien, incapaz de deshacerse de ellos, los padece en angustioso sufrimiento. El amor es infecundo y nocivo cuando no es correspondido o sólo puede compartirse en soledad. El amor no es afable cuando no va a más, cuando está en un callejón sin salida, enfangado y embarullado en dudas o altibajos profundos, transformándose en lastre de sí mismo y de quien lo arrastra. El amor en esas condiciones es cárcel, mazmorra y calabozo, convirtiéndose en poco tiempo en pútrida tumba y enmohecida catacumba.
El propio amor se reviste de muerte para acabar con marchitos, agónicos e imposibles florecimientos, amores condenados a la muerte y la extinción, al sufrimiento y la amargura. Es el amor quien mata al amor. Es el momento en el que la Luna como su máximo símbolo celeste, eclipsa, muere y desaparece tiñéndose con el manto rojo de su propia sangre.

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