26 de noviembre de 2009

de la felicidad

Nunca ha estado del todo claro si el secreto de la felicidad consiste en no ser completamente imbécil o en serlo. (no me acuerdo de quién la sacó Bertrand Russell)

Sólo hay dos caminos: o se esfuerza uno y se acostumbra a vivir ... lo más a ras de tierra posible, y una vez situado así busca riquezas y cultiva los placeres del mundo. O, se hace consciente de lo miserable que es la vida; toma uno nota de que cuanto más queramos gozar de ella, más esclavos suyos somos, renuncia, en consecuencia a los bienes de este mundo y se ejercita en la austeridad. (Nietsche)

El fujitivo


o historia de cómo llegué a estar en constante huída.


Soy hijo de una madre de las Tierras y un padre Extranjero. Nunca lo llegué a conocer, porque murió peleando como legionario parte de las tropas extranjeras que nos ayudaron en la última invasión de los del sur, pero creo que es para relacionarme de alguna manera con él que siempre fui aficionado al ajedrez, aunque mi madre dice que esa afición fue heredada. Lo que de seguro heredé son sus rasgos en mi rostro y algunos matices de mi carácter. Para muchos, desconocedores de mi verdadera ascendencia, esos rasgos son señal de sangre sureña. Para ellos, cualquier señal corporal que se aparte ligeramente de los bien definidos parámetros para la cara, el cuerpo y los modos que distinguen a la Gente de las Tierras es señal de ser forastero, y en particular del sur. Y ser forastero del sur (aunque no es este el vocablo exacto que se utiliza para nombrarlos, vocablo que varía según la intensidad de los sentimientos albergados hacia el objeto del adjetivo, además de la característica particular del grupo que se desee resaltar en esa persona en ese momento) implica a la vez ser poseedor de otros rasgos, no físicos esta vez, sino mas bien espirituales e intelectuales, para llamarlos de alguna manera. Ninguna virtud, como se imaginará quien lee.

Por suerte, y con el paso del tiempo y el trabajo, logré ser acreedor de un tesoro que muy pocos en situación similar a la mía poseen, y es que la gente de mi vecindario me conociera y pudiera descubrir que, pese a lo que indicaba la innegable evidencia que entrega el físico, no poseía muchos de los otros rasgos que se supone que posea, punto de partida para conjeturar acerca de que mi condición de sureño se limitaba sólo a mi apariencia.
Todo esto gracias a mi actuar cotidiano a través de mi trabajo como ayudante del panadero, y un poco también como consecuencia de haber sido aceptado como ayudante justamente de él, persona tan respetada en un suburbio de gente de trabajo como lo es el nuestro.
Inclusive algunas veces, vencidas muchas barreras y lograda cierta intimidad con algunas personas más allegadas a mí, algunos llegaban a entender que no sólo no parecía ser uno de los del sur a medida que me iban conociendo sino que efectivamente no lo era, y que además resultaba ser (por parte de padre solamente) del linaje de los extranjeros que habían ayudado a salvar a la patria en la guerra, extranjeros que, en contra de lo que se creía habitualmente y yo me encargaba de demostrar, no eran exactamente como las figuras que aparecían pintadas en las imágenes de las batallas de los libros de las historias, sino que en sus tierras también existían tribus del mismo modo que aquí en La Ciudad y las Tierras las tenemos. Pero, como dijimos, eran muy pocos los que habían llegado a este nivel de entendimiento sobre la naturaleza verdadera de mi persona, para el resto de las gentes yo era lo que parecía, y la mayoría de las veces yo obedecía a esta impresión actuando de la manera que se me permitía actuar.
Esto es, el tesoro del que yo disfrutaba en el confín de lo que sería mi núcleo íntimo, lo valoraba más cuando por alguna razón salía del vecindario y trataba con las gentes de los otros lados, sobre todo la del puerto, lugar a dónde mi patrón me enviaba de manera habitual a entregar algunos pedidos. Allí la gente no estaba interesada en comprender nada acerca de mi verdadera historia, y para ellos yo era lo que ellos veían: un sureño, probablemente de las montañas por la forma de su nariz y el ancho de sus hombros, y por lo tanto merecedor (como mínima medida indicada por el sentido común y las costumbres) de una merecida desconfianza. Algunas gentes iban un paso mas allá en su desconfianza y su actitud era de neta hostilidad. Para con ellos, mi única reacción posible era la única que se les permitía a los forasteros del sur, inclinar levemente la cabeza, no se bien en señal de asentimiento, reverencia o sumisión, y mirar a la persona que hablaba sin decir palabra ni realizar gesto alguno, señales cualquiera de ellas de falta de respeto cuando menos, y provocación en general, atentando hacia la autoridad natural que poseían en La Ciudad y Las Tierras los en ella nacidos y criados. Gran parte de mi juventud la pasé tratando de aprender la mejor manera de desenvolverme frente a ésta y otras costumbres y modos, tan distintivos de la condición de Natural de la Ciudad y las Tierras cómo podría ser la el amor por el paisaje, la devoción hacia el padre o el gusto por el vino y las canciones.

Estaba sacando las sobras del pan que no se vendió del día anterior como todas las madrugadas. La orden de mi patrón era para tirarlas, pero yo se las llevaba a los mendigos que vivían en el callejón de la vuelta, los cuales no sólo tenían la desgracia de parecerse como yo a un sureño, sino que además no poseían una línea sanguínea que los redimiera de semejante carga y les diera un mínimo rol en la Ciudad.
Supongo que ese día se habrán sorprendido de no haberme visto llegar, se habrán molestado bastante pues creo que lo que yo les llevaba a escondidas era la mayoría de las veces todo lo que comían en el día, y para algunos de ellos era mi obligación moral hacerlo, pues yo podría se runo de ellos y sin embargo la fortuna me había escogido a mí como ayudante de panadero y no a ellos.

Cuando estaba llegando con la primera de las bolsas me detuve al ver como sobre en el umbral de la puerta de la segunda casa del callejón dos Guardias terminaban de golpear a alguien que yo no alcanzaba de ver por encontrarse dentro de la casa su cuerpo. La golpearon hasta matarla, de eso me di cuenta después cuando salí de mi escondite, una vez que ya se habían ido. Era una mujer joven, yo la conocía de vista como a todos los habitantes del vecindario, sabía quién era y qué hacía a base de la observación diaria y también la de los demás vecinos. Madre soltera de una nena e hija de una anciana senil que vivía con ellas, trabajaba, según la gente del vecindario, como criada en una casa del lado norte, pero yo la había visto realmente en uno de los bares de la zona del puerto, seguramente desempeñándose en tareas menos bien vistas pro el común de la gente del barrio.

Los Guardias eran dos (los Guardias siempre son dos), y la mataron con un ladrillo que tomaron de ahí mismo. Ni siquiera tuvieron que limpiar sus palos.
Hago aquí un pausa en mi relato para aclarar que no era novedad para nadie la brutalidad de muchos guardias, pero esta era tolerada como un mal necesario en estos tiempos que corrían, y siempre se citaban como ejemplos para justificar este tipo de conductas (las de los guardias y las de las gentes hacia ellos) diversas anécdotas de los días después de la guerra, cuando todavía no habíamos decidido que necesitábamos reestablecer de un modo rápido y directo el orden y las costumbres que hacían posible la vida diaria de las gentes, siendo el Cuerpo de Guardias la manera mas rápida y efectiva de materializar esta necesidad. Y estas anécdotas, me di cuenta yo, la más de las veces las contaba gente demasiado jóvenes como para haberlas vivido en persona.
Lo importante del evento es que cuando llegué a ella y la tomé del brazo para sentir su pulso (nunca le había tomado el pulso a nadie, pero sabía que era la única manera de saber si alguien estaba vivo o no) noté que tenía la cabeza destrozada a ladrillazos. Agitado aún por la sensación de peligro y miedo que no se terminaba de ir, y por el asco y dolor que llegaba cada vez mas nítidamente, vi cómo las dos sombras de los guardias se aproximaban nuevamente por la entrada del callejón. Se habrán olvidado algo, pensé.

De quedarme en el lugar no sé bien que podría haberme pasado. Tal vez hubiera habido una buena razón para que hicieran lo que hicieron, aunque en verdad siempre la había dentro de lo que son sus razones habituales y la lógica que se imponía cada vez más en todo el pueblo, pero lo que es seguro es que su metodología se había desviado ligeramente de los carriles habituales del proceder legal, y mi presencia en el lugar hubiera sido una ayuda increíble para elaborar una explicación alternativa al hecho (el cuál alteró terriblemente el humor de los vecinos y lo hubiera hecho en una dirección menos conveniente si no hubiera habido una respuesta tan prolija y convincente por parte de las autoridades). A fin de cuentas, no fue necesario dejarme aprehender para que la noticia del día y de los días que siguieron fuera que un Forastero del Sur (Salvaje decía la prensa mas vulgar) había asesinado cobardemente y salvajemente a ladrillazos a una mujer indefensa para robarle las pocas monedas que traía para su hijo y madre enferma o algún otro elemento valioso para él, (más tratándose de una mujer joven y medianamente atractiva). Este individuo, haciendo uso de la agilidad para moverse en las penumbras que tiene la gente criada entre la oscuridad de los bosques y las piedras de las montañas, había escapado por los callejones primero y los techos de las casas después, pero según informaban las autoridades (y corroboraban las expresiones de deseo de la gente que es encargada de transmitir noticias y completar las informaciones) era sólo cuestión de tiempo para que cayera en poder de aquellos a quiénes habíamos encargado mantener el orden y la paz en la ciudad.

Mis alternativas eran realmente muy pocas. Yo sabía que todo lo que decían eran sólo mentiras. Si bien los hechos materiales eran casi exactamente los relatados (a excepción de quién era el autor material del hecho) los otros circunstancias, no materiales pero hechos al fin según la manera en que entendemos las cosas los de por aquí, eran todos equivocados. Yo no maté a nadie, no quería robar nada, no odiaba a la gente de la ciudad por el hecho de ser sureño, y ni siquiera era sureño.
Pero ¿quién me creería? Y si alguien me creía ¿le importaría como para ayudarme a hacer algo al respecto? Ni mi patrón ni mis vecinos mas conocidos lo hubieran hecho. La explicación mas sencilla suele ser la correcta, dicen por acá (en realidad la mayoría dice “es” y no “suele ser”), y para ser completamente honesto yo mismo hubiera dudado de mi inocencia si no supiera los detalles que matizaban lo ocurrido pero que eran el fundamento de mi inocencia.
Tampoco hubiera podido recurrir a las autoridades, se entiende por qué. Mucho más cuando viene a mi mente una conversación acerca de la Ley que había escuchado una vez entre unos Señores en la posada frente a la panadería, quienes decían algo así como que las desviaciones y eventuales excesos que podía eventualmente cometer la Ley en su ejercicio en pos del bien común, debían ser reencauzados por mecanismos dentro de la misma ley, argumentando que de cualquier otra manera se exponían grietas a través de las cuales los enemigos de la Ley podían intentar penetrar y quebrarla. Si este concepto incluía ignorar deliberadamente algunas faltas, sobre todo por parte de los miembros de la ley que se encontraban en los escalafones mas cercanos al campo de batalla que es la calle (escenario de esta guerra diaria), preguntó uno, contestándole el otro que eso quedaba librado al buen juicio de los jefes y responsables de esos escalafones. Me pareció que era el caso, así que me encontré pasando un día entero escondido en un patio, detrás de un asador en una casa de las afueras, sin tener ninguna idea mejor acerca de cómo accionar. El destino que me aguardaba si me entregaba me hacía pensar que ya había perdido para siempre no sólo mi privilegiado lugar dentro de los míos, sino cualquier lugar entre las gentes, así que mis acciones debían estar guiadas exclusivamente hacia la conservación de lo único que me quedaba fuera de eso, es decir, mi vida.

No se cómo, seguramente por las informaciones de las atentas miradas vecinos, siempre dispuestas a notar cualquier evento fuera del desarrollo normal de la actividad del barrio, pero la Guardia había montado un intenso operativo de búsqueda en el sector, que incluía el uso de mastines en el borde de los bosques y técnicas de rastrillaje casa por casa en el sector del centro.
Desesperado y acorralado me encontraba dentro de la cocina de la casa en cuyo patio había pasado ya un día entero, revolviendo en busca de un pedazo de pan o carne que me permitiera aguantar un poco más hasta que decreciera la intensidad de la búsqueda y poder encarar uno de los varios planes de huída que había tenido la frialdad de calcular en ese tiempo, cuando salió del fondo de la habitación oscura la hija de los dueños de casa. Pensé que había quedado sólo cuando la pareja propietaria salió en la mañana, pero fue un error de apreciación mío no contar con la clara posibilidad de que alguien más habitara allí. La presencia inesperada de esta jovencita me aterró más que el saber que los guardias estaba por todos lados buscándome. Creo que eran sus ojos con una expresión de espanto que nunca había visto en mi vida, o su garganta al borde de un estallido de gritos que atinadamente logré evitar colocando primero mi mano en su boca y luego mi brazo entero alrededor de su (frágil) cuello en forma de palanca o candado.
Un instante después, tomándola aún, me encontraba intentando explicarle que no era mi intención hacerle ningún tipo de daño, y que si bien era el hombre del quién todos habían oído y al que buscaban los guardias, las cosas no eran de la manera en que todos decían, y que yo ni siquiera era en realidad sureño, cuando noté en su cara una expresión que me percató de la inutilidad de mis palabras. Era obvio que a los ojos de esa muchacha yo era un sureño que se había metido en su casa e iba a matarla, como ya había hecho antes en otra casa con otra muchacha como ella. Imposible demostrarle que estaba equivocada. Fue en ese momento cuando escuché la voz de los guardias acercándose a la puerta.
La miré a los ojos tratando de creer primero yo en mis palabras, aunque seguramente mi mirada fue la que le restó veracidad a mi cambio de táctica: Vas a atender detrás de la puerta sin abrirla y vas a decir que estas sola, que tus padreas se fueron, y no te dejaron la llave de la casa. Que todo está bien y que no viste ni oíste nada raro, y luego de esto me iré y te dejaré en paz. Sino, sino…
Golpearon la puerta y ella recitó letra a letra su parte, pero con una cadencia en su voz entrecortada que denotaba el pánico que sentía (sobre todo por la inconciente presión que comencé a ejercer con mi brazo sobre su cuello). Afortunadamente ellos no percibieron los matices del tono, y también ayudó que el vecino que los acompañaba dijera que era común que los padres la dejaran encerrada cuando salían a sus trabajos, porque ambos trabajaban en… y más aún en estos días donde la vida diaria se había vuelto tan insegura por eventos como este, o como lo que sucedió el otro día cuando la vecina de enfrente…..
Comenzaban a marcharse y comencé a alivianar la presión que ejercía con mi brazo. Fue ahí cuando la muchacha ensayó un intento de grito. Antes de que terminara de hinchar su pecho para juntar suficiente aire, de manera refleja ya mi brazo se había cerrado en candado sobre su cuello, completándose la acción con una especie de sonido a madera quebrada y su cuerpo desplomándose en el piso.
Aterrorizado salí corriendo por los fondos, con detalles que ahora no recuerdo bien. Huí, y milagrosamente pude hacerla hasta el bosque en dónde me hallo ahora. En este momento, mientras me encuentro intentando recuperar mi aliento detrás de un árbol y escuchando cada vez más cerca el ladrido de los mastines, es que me doy cuenta de que cada minuto que pasa es más verdadero todo lo que dicen los guardias y las autoridades, y que es así como siempre, transcurso del tiempo mediante, cualquier generalidad de las costumbres y los modos de las gentes quedan demostrados en su utilidad práctica para el bienestar del pueblo en general, y que todo lo que yo siempre sentí como una especie de juego de ajedrez en el cuál podía participar era efectivamente tal, sólo que frente a un adversario perfecto, que a partir de mi primera movida sabía exactamente cómo se iba a desarrollar la partida entera sin otro posible resultado que mi derrota, ya que las piezas están configuradas de tal manera que…

Parece que se desviaron un poco, los ladridos parecen alejarse, creo que es momento de reemprender mi carrera.

Es irónico, y me resulta casi infame ver en directo la manera en la que este círculo horrendo parece cerrarse sobre sí mismo, pero al notar el sol a mi izquierda a esta hora de la mañana me doy cuenta que no tendría sentido estar corriendo en alguna otra dirección.

19D





La presion sistemática ejercida. La sensación de ahogo. El sentimiento de opresión.
La frustración provocada por no encontrar salida, en distintos, tontos, torpes, vanos intentos por revertir la situación. Un agujero negro que todo lo devora. Y muere en una explosión.

Una rebelión descontrolada, desenfocada. Una explosión caótica. Un atentado terrorista del tipo suicida. Destrucción indiscriminada, con anhelo de totalidad ( o de nada): Del otro, del transeúnte, del inocente, y de uno. De lo ajeno, de lo cercano, y de lo propio. El fin del mundo, el cataclismo. Los siete jinetes, pero sin cabeza.

Agresión desenfrenada hacia la persona que se veía como responsable de ese malestar. Pero también
cimbronazo contra los propios valores. No ya contra blancos sociales, de terceros, estructuras de otro u otros. Ese camino ya fue transitado, y esta vez era mas dificil separar el uno de los otros. Esta vez la destrucción debía ser mas profunda, pues la frontera entre el uno y los otros era bien difusa.

Ahora fue atentar contra fuerzas superiores, ubicadas en límites mas y mas lejanos. Zonas nunca antes transitadas,límites nunca antes transgredidos: de naturaleza profunda en el propio código moral, de raíz primitivamente cultural, con matices antropológicos y biológicos, un territorio de puras sombras pero englobador de muchos otros: el tabú.
Tratar de hacerlo de manera irreversible. No dejar salida. Solo una, la nada. Entonces, la muerte vendría sola y haría su tarea de manera automática.

Pérdida del respeto de los demás, y del propio. Un pecado mortal.

La ecuación de Unapiedra



La construcción, disciplina que me permite ser hacia el exterior. Mas que una proyección, una transformación de mi ser en algo material.

Una obra.

La transormación de una suma de impulsos eléctricos y señales químicas en la materia de lo que se construye. Una idea convertida en átomos. Nada nuevo para la humanidad. El jarrón del orfebre, la silla del carpintero, el cuchillo del herrero.

Algo que está. Que otros pueden ver, tocar y sentir. Que queda. Tiene propiedades definidas, permite ser medido de maneras convencionales, mas o menos universales. Una fuerza que nace en la otra dimensión, y termina en las cuatro ordinarias.

Y se escribe con una ecuación:

Idea+pensamiento+voluntad+fuerza+genio+técnica+conocimiento+talento=mc2


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